Hasta el día de
hoy, muchos años después del cierre de los viejos cines de la ciudad, me
detengo cuando camino por la ciudad en lo que actualmente son esos espacios que
despertaron mi gusto por las historias. Dirán que con los libros es suficiente,
o con las anécdotas de los abuelos o los cuentos que me contaban mis papás. Yo
diría que no, había más. Estaban las series de los sábados a la siesta o lo que
me contaban los vecinos cuando los iba a visitar sin que mi pobre madre supiera
adónde me había ido. No sé de dónde saqué esa costumbre de abrir la puerta de
mi casa y tocar el timbre de una puerta de la cuadra. Si me atendían y me
abrían, todo bien. La dueña ya sabía que tarde o temprano iba a venir
desesperada mi madre a preguntar si estaba ahí. Porque antes no había teléfono
en todos los hogares. Pero para no irme por las ramas, tendría que detenerme en
la hora de la siesta. Creo que ahí empezó el problema. Yo no quería dormir y
mis papás sí. Y más un sábado. Me quedaba mirando de dos a cuatro de la tarde a
Jerry Lewis y Dean Martin por Canal 7 o a Los tres chiflados hasta que mi mamá
se levantaba´, me daba sueño y me iba a dormir yo. El Microcine de calle 4 de
enero y Tucumán llegó en los años ’80 en una sala desocupada de la Iglesia Sagrado
Corazón de Jesús o Catedral Nueva. Yo vivía justo de la puerta principal en un
departamento interno. Para entrar, teníamos la puerta de hierro y un pasillo
largo y ancho donde aprendí a andar en bicicleta. Creo que fue un mis padres le
habrán rezado al Sagrado Corazón para sacarse a la nena que no dormía la siesta
porque no está demás decir que era bastante insoportable. En las fotos salía
llorando, hacía lío en salita de dos en el jardín Manuelita. Y ante el peligro
de que me escapara a la casa de los vecinos sin avisar y tuvieran que ir a
buscarme…chau siesta.
El Microcine
se llamaba así porque la sala era chica, no creo que haya habido más de
cuarenta butacas. Y por el tipo de películas que se podían proyectar. Era una
sala para ver dibujos animados, películas de Disney. La función duraba tres
horas, de dos a cinco de la tarde. Primero veíamos una película corta, venía el
corte para ir a comprar golosinas. El mismo señor que alquilaba la sala y
proyectaba la película oficiaba de vendedor en esa tromba de chicos que éramos
desesperados para que no nos vendiera la última caja de maní con chocolate o
las pastillitas de colores. Lo bueno de la sala era que no tenía planta alta.
No había manera de molestar al que tenías adelante sino con una buena puntería.
Generalmente, los varones, los más
avispados y malandras lo hacían. Me molestaba muchísimo que no dejaran ver la
película en paz. Por eso, me iba a la última fila que estaba un poco más
elevada. Me sentaba en el medio para ver bien y como iba todos los sábados,
tenía ese lugar fijo que me rebuscaba en custodiar como asiento vitalicio. Y a
quien osara sacármelo, tendría que vérselas con el dueño del cine También tenía
la influencia de su hija Sandra que tenía mi edad y ayudaba en el kiosco. Claro
que todo esto me lo imaginaba en mi cabeza porque iba lo suficientemente
temprano como para pelearme con nadie.
En medio del
idilio, apareció mi hermana, mi única hermana a quien le llevo cinco años y
medio. O sea, mis papás zafaron de una y apareció otra. Era mamenga, chiquita y
llorona. Chau siesta pero yo, no tenía nada que ver. Que a mí no me embromaran
con mi hermanita que yo estaba en el cine hasta las cinco. La cuestión fue
cuando empezó a caminar, a interactuar y a querer seguirme a donde yo iba. Mis
papás amagaron varias veces con que fuera conmigo hasta que en el tire y afloje,
no me quedó otra que llevarla. Fue insufrible. Que quería ir al baño en la
mitad de la película, que había que estar atenta a que no se atragantara con
los caramelos, que lloraba porque veía algo que la impresionaba (me olvidé de
contar que con el tiempo, proyectaban películas de aventuras como las de
Indiana Jones) o se le daba por irse porque se había cansado y tenía que
cruzarla a casa. Eso fue así hasta que mi paciencia dijo basta y mis papás
entendieron que el cine no era para ella.
Mi vínculo
amoroso con el Microcine duró toda la primaria hasta que se mudó a lo que hoy
es la Sala Moreno en calle Marcial Candioti entre Balcarce e Ituzaingó. La
única y última película que vi como el cierre a mi ciclo con el cine infantil fue
Ico, el caballito (Buenos Aires,
1987) de García Ferré, el padre de Anteojito, Neurus, Oaki y tantos más. Un
récord de taquilla por aquel entonces, la cola para comprar la entrada daba
vuelta la cuadra.
El Microcine
de la Catedral Nueva no fue el único de mi niñez. A los siete años me llevó mi
tía la artista a ver E.T., el
extraterrestre de Steven Spielberg (USA 1982) furor en la pantalla en el
cine Garay de calle San Martín y General López.
Yo no estaba muy convencida de ir porque suponía que me iba a asustar,
cosa que sucedió en algunos momentos. Para mitigar el miedo a ese monstruito de
ojos grandes, me tapaba los ojos como lo hago hoy cuando Argentina juega el
Mundial y le toca definir por penales. Con mi tía la artista hacíamos otras
cosas además como ir a los museos o a la plaza de su barrio, la Pueyrredón.
Pero allí estábamos.
Otras películas
que vi y no voy a olvidar por varios motivos fue Amadeus (USA, 1984) de Milos Forman con mis papás. Tenía nueve años
y me deslumbró. Tanto por la música de Mozart, como el vestuario, la risa
inconfundible del personaje y el enigmático Salieri escondido tras una máscara
negra. Dos escenas me marcaron, Salieri enfermo y el cuerpo de Mozart envuelto
en una bolsa blanca arrojado a una fosa común. Muchos años después buscaría la
película en una casa de videos para volverla a ver y recordar otros momentos
como la destreza en el clavicordio de Mozart niño y los escenarios reales. La
otra película del cine Garay fue El
último emperador de Bernardo Bertolucci (coproducción entre China, Italia,
Reino Unido, Francia 1987). Tenía doce años y sabía que era una película
imponente por la fotografía pero era muy triste. Cuenta el destino de emperador
desde niño hasta su adultez y aún un siendo un hombre grande, no pudo hacer otra cosa que
cumplir con los mandatos. Del cine Garay, además de haber visto películas para
chicos, recuerdo los intervalos. Los pebetes de jamón y queso serán recordados
por mi generación como lo mejor del bufet de los cines de Santa Fe.
El cine Colón
en Avenida Rivadavia e Hipólito Yrigoyen era un espacio gigantesco por dentro y
por fuera. Puede que mi percepción se haya debido a las columnas griegas de la
entrada que daban la idea de que se entraba a un templo de la Antigüedad. Cuando
cerró en los ’90 se convirtió en un boliche que llevaba un nombre alusivo a la
cultura griega. Luego se convertiría en un Centro Cultural muy bonito, el
Centro Cultural ATE Casa España. Allí fui a ver a los diez años, África mía (USA, 1985) de Sydney Pollack
con Meryl Streep y Robert Redford y aparecieron los primeros lagrimones frente
a la pantalla grande. Parte de la historia no la entendí muy bien pero sí la
música y la historia de amor entre los
personajes. La otra historia era más complicada, la de la estancia la
protagonista en África. Además, actuaba Robert Redford que era un galán. Yo no
sé si fui al cine con mi mamá por el actor porque era muy famoso o por la
película en sí. Creo que por las dos cosas.
Laberinto (USA, 1986) de Jim
Henson con David Bowie y Jennifer Connelly
me generó emociones encontradas con el rey Jadeth. Era un rey malvado.
Eso no entraba en mis ojos preadolescentes. Por un lado, ejercía una atracción
hipnótica en Sarah y en mí como espectadora y rechazo también por sus acciones.
¿Cómo iba a secuestrar a un bebé? ¿Por qué le complicaba tanto a Sarah la
posibilidad de rescatar a su hermanito? Tendría que volver a verla para
rememorar el ambiente onírico del reino de los duendes. Cazafantasmas
(USA, 1984) de Ivan Reitman y un abanico de estrellas de la que recuerdo sólo a
Bill Murray fue una película estrenada cuando tenía nueve años pero no la vi
para esa fecha sino de más grande. Esto no lo entiendo bien. Las películas no
llegaban en aquel entonces cuando se estrenaban sino seis meses después, no
como ahora que el estreno es simultáneo. Pienso que tal vez fue una proyección
esporádica para un público infantil o
una función familiar porque recuerdo que fui con mis papás y mi hermana y yo
tenía doce. Era una comedia con algunos sesgos fantásticos y de suspenso que me
tenían en vilo (aclaro que durante mi infancia los fantasmas me aterrorizaban).
.
El Ocean en 25
de Mayo entre Irigoyen Freyre y Catamarca dio paso a la adolescencia a pleno. Mi pie izquierdo (producción anglo
irlandesa, 1989) con Daniel Day-Lewis y Brenda Fricker, basada en la vida de
Christy Brown, pintor y escritor irlandés afectado por una parálisis cerebral.
El pie izquierdo era lo único que podía mover con autonomía para pintar y
escribir. Una de las primeras escenas que me impactó fue la de su madre llevándolo al dormitorio con
la dificultad de tener que subir una escalera y por el cuerpo del protagonista.
No era un niño sino un muchacho, el cuerpo de un adulto. En la anterior escena
podíamos observar las condiciones de vida de una familia numerosa y pobre. ¡La
fuerza de voluntad de esa madre! Y más, el amor de una madre por cada hijo y
por ese hijo que lo necesitaba todo para poder vivir. Es de esas películas en
las que el impacto de la historia es tan fuerte que nos dejan en silencio,
pensando en la relatividad de las quejas propias de la edad. Daniel Day-Lewis
fue un actor fetiche en ese entonces, lo vi en varias películas; La insoportable levedad del ser (1989), El último de los Mohicanos (1992), En el nombre del padre (1993) y La edad de la inocencia (1993).
Y otra, La sociedad de los poetas muertos (USA,
1989) de Peter Weir con Robin Williams e Ethan Hawke, entre otros. Dios, ¡qué
pelicula para ver a los quince años! El rol del profesor de una secundaria me dio vuelta la cabeza, yo quería
hacer algo así, transformar el mundo. Ojalá haya podido en alguno de mis
alumnas o alumnos, dejar una huella. Con el paso del tiempo, comprobé que no se
olvidan de la cara de una. Me dijeron muchas veces cuando me atendieron en
negocios que yo era su profe, que les daba Lengua. Yo me acuerdo de la cara de
los chicos pero no del nombre y me siento mal salvo que me lo digan. ¡Fueron
tantos!
En ese
entonces, la vimos en el colegio y luego debatíamos. Durante años se la tomó
como una película de culto. Hoy hay otras pero para mí, ésa era especial, no
sólo por la temática sino también por la interpretación de Robin Williams. El
tema central de la anécdota era difícil de procesar; que un chico de mi edad,
dos años más que yo, optara por el suicidio como una solución a su sufrimiento,
no lo podía entender. Con los años, la tragedia me tocó de cerca y pude darme
cuenta, una vez más, de cuán delicada es esta etapa de la vida, cuán difícil
pueden ser las condiciones económicas o las imposiciones familiares o lo que es
peor, que el grupo de pares sea un infierno.
Otros cines y películas quiero nombrar en el
inicio de mi primera juventud y los últimos años de la presencia de estos cines
antes de su cierre. El Cine Ideal en calle San Martín entre Hipólito Yrigoyen e
Irigoyen Freyre con Buscando al soldado
Ryan (USA, 1998) de Steven Spielberg con Tom Hanks, la única función de
trasnoche en mi vida; el Cine Roma en San Jerónimo y Eva Perón, un cine más
chico que los anteriores hoy convertido en una sala cultural y un Instituto privado
de carreras terciarias donde vi dos películas inolvidables: El paciente inglés, (Reino Unido, 1996),
de Anthony Minguella con Ralph Fiennes, Juliette Binoche y Titanic (USA, 1997) de James Cameron con Kate Winslett, Leonardo Di Caprio. El cine
Chaplin en la galería Ross, una sala chiquita a la que había que subir una
escalera. Años más tarde, la galería se convirtió en un negocio de
electrodomésticos. Creo que fui a las últimas funciones del Cineclub con Claroscuro o Shine (Australia, 1996), de
David Helffgott con el premiado Geoffrey
Rush. El Cineclub dejó de alquilarla luego de veinticinco años y se trasladaría
al cine América únicamente donde siempre hubo funciones para los socios y lo
sigue haciendo. El cine ATE en calle San Luis e Hipólito Yrigoyen con Humo sagrado (USA, 1999) de Jane Campion con Harvey Keitel
y Kate Winslett y Edipo rey de Pier Paolo Passolini. Una sala chica, con forma de
anfiteatro en la que una vez oficié de locutora vestida como todos con la ropa
del siglo XVIII en una muestra final en homenaje a Mozart con mi querida
Escuela de Expresión Estética Infantil del Liceo Municipal. El viejo CineMark
al lado del Wal Mart en el que vi tantísimas películas, para mencionar unas
pocas: El talentoso Sr.Rippley (Reino
Unido, 1999) de Anthony Minguela con Matt Damon y Jude Law por mencionar tres del elenco basada
en la novela homónima de Patricia Highsmith, Regreso a Cold Montain (Reino Unido, 2003), del mismo director con
Nicole Kidman y Jude Law nuevamente; parte de la filmografía de Nigth Shyamalan,
Sexto sentido (1999) con Haley Joel
Osmentt y Bruce Willis, El protegido
(2000), Señales (2002), La aldea (2004), La dama en el agua (2006), El
fin de los tiempos (2008) las sagas
de Harry Potter, El señor de los anillos y lo mejor de Tim Burton.
Dos cines permanecen; uno de ellos, contra
viento y marea: el cine América en calle 25 de mayo y Suipacha y Cinemark en
uno de los shoppings de la ciudad ubicado en el dique 1 del Puerto de Santa Fe.
El cine Amércia es otro de los cines a los que voy y son incontables las
películas que vi. Por recordar sólo una: Bleu (Francia, 1993) de Krzysztof
Kieslowski que dio inicio a la trilogía Tres colores. Quienes fueron y son socios del cine América
sabrán que es un emblema cultural desde la década del ‘50. Recuerdo a Juan
Carlos Arch como la cara representativa de la Comisión Directiva y de su amor
por el séptimo arte. En la actualidad, la llama cinéfila la portan sus hijos
Guillermo y Lucas. Pero no soy la más indicada para historizar sobre este cine.
Los intelectuales santafesinos son los indicados. Lo que puedo decir, desde mi
lugar de espectadora, es que nos han regalado un lugar que reúne la historia de
los otros cines también los que se fueron y lo que el cine sigue siendo para la
ciudad, un espacio para degustar una historia en movimiento. Un espacio para
dejarse llevar por la historia en silencio, para reír y llorar, para contemplar
y emocionarse, para enojarse o enardecerse para dejarse llevar por la
melancolía o la esperanza. Casi todo lo que vi de cine argentino y español lo
vi en casa, en alquiler de VHS, CD por mencionar la filmografía de Pedro
Almodóvar, Eliseo Subiela, María Luisa Steimberg, Luis y Lucía Puenzo, Fabián
Bielinsky, Juan Campanella, Juan J.Jusid, Tristan Bauer. Pero nada se compara
con el ritual de sentarse en la butaca, esperar a que las luces se apaguen y
comience la proyección.
J.G. 12/01/2024